POR JUAN KOESSLER
Cuando la fotografía del nuevo nieto del pastor apareció en pantalla gigante al comienzo del culto, María gimió por dentro. Mientras sumaba su tibio aplauso al de la congregación, sintió una punzada de culpa. Sabía que debería estar feliz por él, y por un lado lo estaba, pero había algo más. La hija y el yerno de María habían decidido dedicarse a sus carreras en lugar de tener hijos. María sabía que lo que estaba sintiendo era envidia. No era la primera vez, y tampoco, probablemente, sería la última.
No hay llamado, ni edad, ni sociedad que sea inmune a la envidia. Es tan posible encontrarla en los salones de los santos como en medio de los profanos. No importa si eres niño o adulto, profesional o amateur, rico o pobre. Tarde o temprano, sentirás esa punzada febril en el alma que es la envidia.
El veredicto de una actitud de contraposición
Jesús diagnostica nuestro problema con la envidia en Mateo 20:1-16, cuando cuenta la historia del dueño de unas tierras que contrata obreros en diversos momentos del día y luego les paga a todos el mismo sueldo. Quienes trabajaron solo una hora recibieron la misma paga que los que trabajaron doce. No todos estaban felices al respecto. «Estos postreros han trabajado una sola hora, y los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado la carga y el calor del día», se quejaron (v. 12).
Nosotros también nos enojaríamos si nuestro empleador hubiera actuado de esa forma. Dudo que nos satisficiera su explicación. Según la historia de Jesús, el hacendado afirmó que estaba en todo su derecho de pagarles a todos lo mismo. Tenía autoridad para hacerlo. No solo era legal su acción, sino justa. Lo era, porque su intención no era ser equitativo; deseaba ser generoso. Lo que quiere decir Jesús aquí está claro: está bien ser justo.
Ser generoso es mejor.
En realidad, no estamos en contra. No en teoría. Pero cuando nos toca lo que es justo y a otro le toca lo generoso, se produce un problema. Nuestra decepción por la forma en que hemos sido tratados, en comparación con otros, abre una cuña en nuestra relación con Dios. El extremo más fino de esa cuña es la comparación. Comparamos nuestra experiencia con la del otro, y comenzamos a calcular. Nos convertimos en cronometristas del reino de Dios, y medimos el valor del servicio de otras personas comparándolo con el nuestro.
Esto suele suceder en la iglesia. Es especialmente común entre quienes están muy involucrados en la vida de la congregación. Quienes caen en esta trampa tienden a dividir a la iglesia en dos clases: el pequeño grupo de los comprometidos —entre quienes estamos nosotros, claro— y después, están todos los demás.
Hay quienes han «soportado la carga y el calor del día» y están los demás. O, para usar el lenguaje de las estadísticas que a veces escuchamos en la iglesia, está el 20% que hace todo el trabajo y el 80% que hace poco y nada.
El problema de pensar en términos de 80/20
Nuestro problema con este tipo de pensamiento es que da por descontado un nivel de conocimiento sobre las otras personas que, en realidad, no tenemos. ¿Sabemos, en realidad, lo que el otro 80% está haciendo por Cristo? ¿Estamos con ellos en sus hogares o en sus trabajos? ¿Sabemos cómo representan a Cristo en sus vecindarios?
¿Conocemos las circunstancias y las presiones bajo las cuales dan testimonio de su fe en Cristo? Probablemente no.
Otro problema con este «80/20» es que tiende a definir el ministerio y el servicio a Cristo con un criterio muy estrecho. Tiende a ver la carga del trabajo y el calor del día bajo la lente del 20%. Es una perspectiva sesgada hacia nuestros propios planes e intereses. Define el ministerio y el servicio de una manera que nos favorece a nosotros, a expensas de otros.
La solución a una vida de comparaciones
¿Qué deberíamos hacer, entonces, con la desagradable ambición de la envidia? La respuesta del hacendado en la parábola de Jesús sugiere una solución en dos pasos. El primero es doblar la rodilla. La única defensa contra la envidia es inclinarnos ante la supremacía divina. Dios tiene el derecho de ser tan generoso como lo desee, con quien Él lo desee. Nunca podremos vencer nuestra envidia si no reconocemos que Dios tiene derecho a ser generoso. No está obligado a darnos todo lo que les da a otros. De hecho, no lo hace. No todos tenemos la misma inteligencia, las mismas oportunidades o la misma salud. No todos tenemos los mismos dones y ministerios. Una iglesia crece y crece; otra no. Pero nada de lo que llamamos «nuestro» es debido a nosotros, en realidad. Como dice Pablo en 1 Corintios 4:7: «Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?».
El segundo paso del remedio que ofrece Jesús es abrir nuestro corazón a la gracia de Dios. La respuesta del hacendado en la parábola de Jesús es digna de tener en cuenta: «Amigo, no te hago agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?» (Mateo 20:13-15).
«Toma lo que es tuyo, y vete» (v. 14). No veo en estas palabras ninguna amenaza ni rechazo. Es el consejo de un amigo. Es una palabra tranquilizadora. Si pusiéramos estas palabras en boca de Dios, creo que lo oiríamos hablarnos de nuestra envidia de esta forma: «Amigo, no estoy siendo injusto contigo. Cumpliré todas Mis promesas. Recibe lo que es tuyo, y sigue avanzando en la vida cristiana».
Tenemos lo que tenemos como regalo de Dios. Él es un Dios que disfruta de ser generoso con nosotros. Con respecto a lo que no tenemos, quizá sea porque no lo necesitamos. Somos lo que somos por gracia de Dios. Él es el Dios que ha derramado Su gracia sobre nosotros por la muerte y la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Si aún no somos lo que esperamos ser, es simplemente porque aún no somos lo que seremos. Si la envidia es un problema, esto nos dice Jesús: «Toma lo que es tuyo y vete». En Romanos 8:32, el apóstol promete: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?». Si tenemos a Cristo, ¡lo tenemos todo!
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Juan Koessler es miembro del cuerpo docente del Moody Bible Institute. Su último libro se titula The Radical Pursuit of Rest: Escaping the Productivity Trap (La persecución radical del descanso: Escapemos de la trampa de la productividad), IVP.
Este artículo fue tomado de Estudios Bíblicos Para La Vida | Adultos |Primavera 2019